Al final, se termina el año, como todo lo que tiene medida. Límites que, por otra parte, nosotros mismos nos autoimponemos. Pero para estas fechas, uno se sensibiliza un toque ¿viste? y plantea cuestiones a mejorar para el año entrante y planea renovar su vida afectiva, laboral y tó eso. Ya en marzo nos damos cuenta (ponemos piedritas en el sendero) de que en un solo año no vamos a alcanzar a desestructurar viejos lavados de cabeza, que el dinero no es suficiente para tunear el Gordini, que la mujer que amamos va a seguir con el tipo que tiene ahora (la muy perra) y entonces, nos tiramos a chantas y que el mundo se tinellice a su gusto. A todos nos pasa, vamos. Pero cada fin de año, mandamos postales, mensajitos y correos varios, con guirnaldas de colores y grandes augurios...que no tenemos intenciones de cumplir.
Ah, claro. La edá me empieza a jugar en contra y ya no me banco mucho todo el ruido que meten los vecinos, el tráfico dominguero toda la semana y las corridas bancarias en el microcentro. Debe ser por eso que me agarra la melanco (o estas ganas de mandarlos a todos a la merde). Por eso mi saludo findeañero es simple: un abrazo gigante de oso pólar y nada de deseos: realidades.
Esta noche voy a brindar con mi copa en alto porque estamos vivos y -muy importante- todavía no entregamos la cabeza. No te olvides de TU cabeza. Mantené tus ideas en alto.
Amén.